(imagen de la Web)
Capítulo primero
Salí
temprano apenas apareció el sol, como todos los días, a mi caminata diaria. Uno
de mis compañeros, Mechón, me miró, también a sus dos compinches, se enredó
nuevamente en sí mismo y siguió durmiendo; por lo visto aquél no era su día de
caminar. Hércules y Cleopatra caminaron a mi lado como siempre.-Está un poco
fresco esta mañana- les comenté-conviene que apretemos el paso para entrar en
calor, ¿no les parece?
Atravezamos
el puentecito de madera, ya empezaba a cubrirse de ramas y hojas, provenientes
de los pequeños arbustitos que planté el otoño pasado, a ambos lados del
arroyuelo que lindaba a la choza.
Miré
hacia atrás y me agrado el cuadro: la casita con techo a dos aguas, el ventanal
inmenso que ocupaba casi medio frente, árboles alrededor, en fin muy bonito, y
todo construido por mí, con mis propias manos; eso sí, no pude recordar cuanto
pasó desde que ... bueno a otra cosa, más me conviene. El lugar que habia
elegido, era un pequeño claro en este tupido bosque, allí arriba de esa montaña
tan frondosa, verde, una delicia a los ojos.
A
los pocos metros encontramos un pajarillo muerto en un costado del sendero, los perros lo husmearon
y como no les pareció nada interesante, me miraron diciendome: -¿Pobrecito,
no?- Les contesté afirmativamente; cavé un pozo bien pequeñito, lo deposité
dentro y tapé el pequeño orificio. Seguimos. Entonces decidí tomar un nuevo
rumbo -Vamos alrededor de la piedra grande,muchachos - Se pararon, me miraron sin entender la orden -¿Está seguro patrón? - Me preguntaron con
sus ojos, e, inclinando un poco sus cabezas -Si, iremos por la ladera hasta la cumbre, ¿Se animan? -
A buen entendedor, pocas palabras, ya habian enfilado hacia la piedra; enorme
roca de fácil cinco metros de altura, tapizada con un leve muzgo, producto de las
primeras lluvias caidas en dicho mes.
El
ascenso resultaba bastante dificultoso. Uno por la inclinación de la montaña, y
otro por los arbustos que dominaban casi todo el terreno. Los perros subian sin
ningun problema, a mí, confieso, me costaba un poco, pero cuando decido algo, lo
cumplo, sí o sí.
Llevabamos
más de una hora subiendo, asi que opté por hacer un pequeño descanso.
Me
senté, abrí la mochila, puse agua en sus respectivos tazones, también yo tomé
un buen sorbo del preciado líquido, puro y cristalino proveniente de la fuente
natural, que encontré hace unos años en una cueva cercana a la casa. También
Hércules y Cleopatra aceptaron la idea del descanso
estirandose cuan largo eran sobre la tierra fresca. AI rato, continuamos,
nos faltaba poco, así lo calculé
levantando la vista y apreciando la cima.
A
unos pocos metros apareció, estaba parado en medio del sendero, como si nos
estuviera esperando: un inmenso y arrogante ciervo.
Me
miró directamente a los ojos, los perros se clavaron a ambos lados frente a él.
Yo, conocedor de todo tipo de animales, con sus costumbres y manías, en especial
ciervos, supe que aquella posición reflejaba una sóla causa: era su territorio
y estaba dispuesto a defenderlo; con seguridad cerca de allí estaría su
familia, o sea dos o tres hembras con sus cervatillos.
Los
perros me miraron como preguntando: -¿Qué hacemos patrón?- Tratando de
calmarlos les dije – Quédense tranquilos, no se muevan, no hagan nada, no
ladren, silencio- Al escuchar mis severas órdenes, se sentaron y esperaron. El
majestuoso ejemplar, tampoco se movió. Nos estudió y tratando de saber nuestras
intenciones se adelantó unos pasos. Nosotros, nada. Movía la cabeza de uno a
otro lado mientras esgrimía sus esplendorosos y punteagudos par de cuernos de
color grisaceo. Todo demostraba su seguridad, estaba en su apogeo, allí en las
alturas del monte.
Se
escucharon pisadas sobre las hojas, muy cercanas a nosotros, y de golpe
aparecieron: cuatro hembras más dos pequeñuelos de escasos días metidos entre
sus patas. Todo el grupo se situó detras del jefe. Éste volvió su cabeza, exaló
un suspiro gutural, muy típico. Creo que les dijo – No se muevan- Él por su
parte, adelantó otros tres o cuatros pasos. Nosotros: como estatuas.
Era
mucho más alto que yo, calculé dos metros y medio; su aliento, olor a hierbas
frescas, lo sentí en mis narices. Me husmeó de arriba abajo, luego hechó una
mirada despectiva a cada perro, dio una vuelta alrededor nuestro y caminó en
sentido opuesto. La familia entendió el recado: siguieron sus pasos alejandose
con rumbo desconocido.
Esperamos
unos minutos, también nosotros
emprendimos la marcha.
capítulo segundo
Les
ordené a mis compañeros seguir las pisadas de la manada. Así lo hicieron. Eso
sí, en forma lenta para aumentar la distancia que nos separaría de ellos,
evitando no despertar atención.
Fue
mi intención, y la verdad no entendí
entonces ni más tarde el porqué, ¿De donde provenía ese afan de seguirlos? No
importa, me contesté, continuando sin saber qué nos depararía la curiosidad.
Los
caninos en lo suyo y yo detrás. Avanzamos un largo trecho, se paraban y
husmeaban.
Los
noté desconcertados -¿Qué pasa muchachos?- Iban y venian, de aquí para allí,
hasta que Hércules se metió entre dos grandes rocas por un angosto desfiladero
de no más de de un metro de ancho.
Desapareció
de nuestros ojos. –¡Buscalo Cleopatra!- le ordené, ella sin titubear, también
desapareció entre las rocas.
Caminé
una veintena de pasos tras ellos, al final del desfiladero mis perros me aguardaban,
a nuestro frente un cuadro inimaginable: a un nivel un poco inferior se
apreciaba un pequeño manantial. El agua cristalina, se espejaban los
árboles en su esplendor. En uno de los
bordes tomaban a sus anchas la familia de ciervos. Alrededor arbustos,
frutales, una hierba suave cubría como alfombra todo el terreno: el sol allí en
su pedestal alumbraba todo aquél paraiso escondido.
Los
perros estaban semi al descubierto ayudados por una roca, apenas se asomaron
para espiar lo que más abajo ocurría. Yo, me resguardé tras un árbol, evitando
ser visto por la manada. Observamos, largo rato, dicho sub-realista panorama.
Uno
de los cervatillos fue el único que se percató de nuestra presencia; saltando a
brincos se acercó, creo que para jugar con los perros. Una de las hembras, muy
posible la madre, levantó la cabeza, lo buscó con la mirada, y vinó tras él,
curiosa y preocupada por el retoño. Al vernos se paró en el lugar sin saber lo
que hacer, hizo escuchar un ruidillo casi imperceptible: el jefe levantó a su
vez la cabeza, estudió el terreno y a pasos rápidos se acercó a nuestro grupo.
Los perros al asustarse empezaron a ladrar. Traté de calmarlos, fue en vano. El
pequeño ciervito al acercarse su madre corrió hacia ella, tropezó y comenzó a
rodar como una pelota; ella, despavorida, corrió tras él. El macho se cuadró
frente a mí, atestiguando una posición indudablemente amenazadora. Inclinó la
cabeza de tal modo que las puntas de sus magníficos cuernos quedaron a
milímetros de mi cara. Conocedor de dicha posición, preámbulo al ataque, no
perdí más tiempo, retrocedí en forma lenta introduciendome en el desfiladero
conocido, traté de sacar ventaja, una
vez del otro lado corrí una piedra de singular tamaño para obstruir un poco la
salida del pasadillo. Así lo creí en un principio, para tener tiempo en decidir
mi próxima maniobra.
Pero
al llegar el ciervo jefe, viejo en experiencias, embistió agachando su cabezota
haciendo saltar la piedra como si de una pluma se tratara. Para entonces yo
había alcanzado subir a una rama alta de uno de los árboles cercanos, tapandome
con unas ramas para pasar desapercibido. El ofuscado animal caminó unos pasos,
y al no ver ni escuchar sonido alguno, volviose sobre sus pasos, desapareciendo
de mi vista. A los pocos minutos reaparecieron mis amigos, asustados, con el
rabo entre las patas; al no verme comenzaron el camino de regreso sin darme
tiempo a llamarlos desde mi escondite.
No
quise siquiera chistar por temor a que se escuche, razón por la cual espere
unos instantes, y también yo volví al
sendero conocido en busca de mis compinches.
Descendí
a paso rápido, recién a la media hora conseguí alcanzarlos. Me saludaron a su
forma, dos o tres lambetazos; tomamos un poco de agua, buena falta nos
hacía.-Qué susto pasamos muchachos, eh!- Los calmé agregando: -Pueden estar
tranquilos, ya pasó todo, ahora vamos a casa, por hoy es suficiente.
Al
distinguir la cabaña, apreté el paso; los perros se largaron a correr. Unos
metros antes del puentecito apareció Mechón, al vernos comenzó a correr a
nuestro encuentro. ¡Qué alegría! se tocaron, empujaron, subieron uno sobre el
otro.- Vamos muchachos, vamos, prepararemos algo de comer, bien lo merecemos
todos.
Más
tarde , mientras estaba dormilando en el banco de la entrada, un ruido raro me
llamó la atención. Decidí averiguar el motivo. Estudié el terreno, inclusive
fui a hechar un vistazo a la parte trasera. Al volver me encontré parado, en
todo su esplendor, al ciervo jefe frente a la cabaña, acompañado por su prole,
detrás suyo. Evitando movimientos bruscos, traté de prevenir a mis compañeros,
pero ninguno de ellos estaba a la vista. No comprendí, en el primer momento la
causa de tan inesperada visita. Como era de suponer los únicos que se acercaron
a la casa fueron los cervatillos, subieron la corta escalinata, atravezaron la
galeria y como invitados entraron al interior; más que seguro, pensé, en busca
de comida.
Pero
a los pocos instantes comprendí mi error: sencillamente querían a los perros
para jugar. Se escucharon ruidos de sillas al caer, suaves ladridos, a los
pocos minutos salieron los cinco atropellandose y tratando de ser los primeros.
Los pequeños se fueron a resguardar debajo de su madre, de pronto mis perros recapacitaron, tomaron
conciencia de la situación, frenaron en su corrida, sintieron su inferioridad,
pero era tal el impulso de la carrera que patinaron en la hierba quedando los
tres estirados y despatarrados, casi debajo del jefe de familia. Ëste inclinó
su cabeza, los observó con un poco de sorpresa, los huzmeó y como ignorandolos
se acercó a sus sucesores, les pegó sendos lambetazos, exaló un suspiro; me
miró detenidamente, a sus hembras y dio marcha atras, su familia sin dudarlo lo
siguió.
-¿Les
gustaron las visitas? ¿Están contentos? Ellos movieron en forma efusiva sus
colas, diciendo: ¡Sí, y mucho!
Créase
o no, como si esto hubiera sido extraído de un libro de cuentos infantiles, o
de una película de Disney , las sorprendentes visitas se reiteraron.
capítulo
tercero
Como
el invierno se estaba acercando, era necesario prepararse, estar provisto con
todo lo indispensable para afrontarlo y pasarlo de la mejor manera posible.
Pues manos a la obra, me dije, y di comienzo al trabajo empezando por la
revisación del techo. La verdad no fue facil trepar utilizando el árbol del
fondo, los años no venian solos; alrededor de la chimenea una tabla levantada.
Me ocupó más de una hora reemplazarla. El resto, por suerte, estaba en buenas
condiciones.
Al
día siguiente me dediqué a revisar puertas y ventanas. Los vientos alcanzaban
elevadas velocidades en el invierno, propio de aquellas alturas. Era necesario
verificar el buen cerramiento de todas las aberturas; cualquier orificio, por
pequeño que sea, daría paso al viento, y a los pocos instantes éste arrancaría de cuajo tal puerta o ventana.
Todo ello aprendido en mi ya larga
estadía por aquellos parajes. Dos ventanas y la puerta en el galpón, en la
parte trasera, exigieron unas cuantas horas de trabajo, hasta quedar en
condiciones.
Realicé
un recorrido final alrededor de la cabaña. Quedé pensando en la posibilidad,
aunque remota, pues nunca había ocurrido,
que las copiosas lluvias que acosaban a la zona en general y a la
montaña en particular, ocasionen el desborde del pequeño arroyo tan cercano a
mi cabaña, obligandome a evacuarla en medio de la tempestad.
Estudié
las orillas del susodicho arroyo. Calculé las posibilidades. Llegué a la
conclusión de que la solución más adecuada sería construir una pequeña
empalizada al costado izquierdo de la casa. Me pareció el lugar propicio.
En
los siguientes días, más de una semana, logré apilar decenas de piedras, de
todos los tamaños, en el lugar elegido. Al comienzo, los perros iban y venian
acompañandome en mi labor, lo tomaron como un juego; al poco tiempo se
aburrieron y me esperabn al frente de la cabaña.
Ojeando
un viejo libro de historia (lo había traido entre otros al instarlarme allí,
allá lejos y hace tiempo) que trataba sobre la antigua Grecia, me detuve en un
plano que hablaba de construcción de empalizadas en aquellas épocas. Me jugó un
buen pasar la suerte. Allí estaba detallado las cantidades y tipo de material,
medidas, clase de terreno y demás detalles necesarios. Por supuesto las medidas
no coincidian con mis necesidades, ni el terreno era del tipo allí detallado, y
por descontado que no tenía en mi poder las herramientas ni materiales por
ellos utilizados. Pero como el tiempo llegó a ser mi mejor amigo, pues siempre
está conmigo, me permitió dedicarme al estudio de la futura construcción de mi
anhelada empalizada.
La
zanja en la cual debería construir la base de la empalizada, detalle primordial
para que resultase una construcción fuerte y segura, requirió bastante tiempo.
Mis manos, no obstante acostumbradas al trabajo, empezaron a mostrar indicios
de pequeñas ampollitas, acompañadas por dolores que me obligaron a tomar unos
días de descanso.
Mientras
tanto, separé las piedras segun formas y tamaños, comenzando a probar los
elementos necesarios para la mezcla que me serviría para conseguir la unión de
las mismas. Al carecer de cemento, al igual que los griegos antiguos, sumado a
la falta de los elementos por ellos utilizados, fueron impresindibles toda clase de experimentos hasta lograr una
mezcla adecuada a las necesidades, es decir que posea la suficiente resistencia
capaz de sostener una pared de un metro de altura.
Todo
ello no me impidió realizar mi caminata díaria, en compañia de mis perros
obviamente. No obstante, el tiempo que dediqué a la construcción me privó, lo
cual lamenté, dedicarme a ellos, como
acostumbraba. Pero dejé por descartado que entenderían las razones y no
se enojarían. Mientras yo trabajaba, sentados observaban cada uno de mis
movimientos sin perder detalle alguno.
Un
día me resultó imposible mantener un tronco para sostén; tuve la idea
brillante de atar una cuerda a uno de
los extremos del mismo y por señas logré hacer entender a mis perros que
sostengan con sus mandíbulas el otro extremo de la cuerda, tomando un árbol
como ayuda. Captaron al vuelo mi pedido. Dos de ellos, apresaron con sus
dientes el final de la cuerda, mientras que Cleopatra había tomado una pequeña
protuberancia que salía del tronco, más o menos en la mitad de éste, evitando que
se deslice. Yo mismo me asombré de la inteligencia aplicada por los caninos. Al
terminar los acaricié, uno por vez, premiandolos con tres respectivos huesos
con carne, restos del animal que había cazado la semana anterior. Y allí se
fueron, cada uno a su rincón, a deleitarse con el trofeo que bien se lo habían
merecido. Yo también aproveché el
momento, tomé un descanso y fui a comer algo.
En
más de una ocasión, a causa de las dificultades que se presentaron al no tener
ayuda, me vi obligado a intentar una y
otra vez, hacer y deshacer; ello me llevó a la conclusión de que lo por mí
emprendido, era un utopía. La tenacidad, la fuerza de voluntad y mis fuertes
deseos se arremolinaron y no obstante el tiempo requerido, más de lo calculado,
lo logré.
Frente
a mí se erguía la empalizada. Una
hermosa y firme pared de un metro de altura y de unos doce metros de longuitud.
La susodicha debería soportar los miles de litros de agua, descontando los
golpes sin miramientos que ellos efectuarían contra ella, evitandoles el paso y
manteniendo el cauce el curso correspondiente.
Sólo
restaba aguardar la época de las lluvias, que, a jusgar por las frías mañanas,
los atardeceres más cortos, y las largas noches, calculé, entonces, que no
faltaría mucho para su aparición.
Los
tres compinches al percatarse del final de mi trabajo, y por supuesto
significaba que nuevamente me dedicaría a ellos como estaban acostumbrados,
quisieron demostrar su alegría saltando alrededor mio. Consiguieron provocarme
una caída, con tal mala suerte que encontré una piedra, no chica, cara a cara.
capítulo cuarto
Abrí
los ojos. Me costó un poco. No entendía porqué estaba tan oscuro; sentí frío.
Los tres empezaron a lamerme, ahí comprendí que recien me despertaba, siempre
lo hacen cuando esto ocurría. Traté de levantarme, la cabeza me pesaba en
forma. Al principio creí que algo me impedía ponerme en pie, me toqué la cabeza
y sentí un dolor terrible en la frente, me desplomé, el sufrimiento era
inaguantable. Entonces recapacité: ¡La piedra!. De seguro el golpe, al caer, me
produjo el desmayo. Empecé con todo tipo de cálculos y deducciones: cuando me
caí era mediodía, fue después de terminar la construcción de la pared, en dicho
momento era de noche, bastante avanzada la hora, las estrellas titilaban en su
esplendor. Al lograr sentarme y observar a mi alrededor aprecié el regocijo de
mis perros, estaban contentos, iban y venian. Al conseguir levantarme, pese al
fuerte dolor en la frente, noté el molde de mi cuerpo en el terreno, allí donde
estuve acostado, ello me dio la pauta de las largas horas que duró mi
postración.
Me
dirigí a la cabaña, el trío tras mio. Conocedor de sus modales, deduje que
bastante tiempo transcurrió desde mi caída. La puerta estaba abierta, muy
extraño pensé en aquél momento. Al acercarme me llamó la atención varias
manchas de barro seco sobre ella. ¿Cuando tiempo estuve desvanecido?
El
dolor aumentaba, entré y me senté. Mechón, el más travieso se paró frente al
armario de la comida, raspó la puerta una y otra vez, preguntando en su idioma
-¿Cuando recibiré mi ración? – Acto seguido los otros corrieron a imitarlo. Me
acerqué a la hoguera, que por suerte no se apagó. La mantenía siempre encendida,
manteniendo un gran tronco
prendido,
lo cual me solucionaba la falta de fósforos y líquido de combustión alguno.
Encendí una antorcha colocandola cerca del armario bendito. Extraje de allí ell
recipiente con la comida seca, almecenada en cantidad por cualquier
eventualidad, y repartí una buena porción en los respectivos tazones de los
hambrientos. Se avalanzaron como flechas sobre el alimento, devorandola en un
santiamen. Se dieron vuelta, mirandome , y a jusgar por sus facciones quedaron
insatisfechos. –Lo lamento amigos, no se puede comer tanto de golpe, mañana
será otro día, ahora a descansar, vamos, vamos..- No les gustó el asunto, pero
al ver que no me volví atrás en mi decisión, optaron por irse cada uno a su
rincón a pasar la noche.
En
el tronco semi-ahuecado que me servía de lavabo puse un poco de agua, que
volqué de otro tronco más pequeño que cumplía las funciones de depósito; al
tratar de lavarme la cara noté trozos de hojas y demás suciedades pegadas,
empezaron a caer pequeñas gotitas de sangre, palpé y sentí una herida en el
costado izquierdo de la frente, ello era la causa del dolor. Decidí dejar el
asunto de la limpieza allí. Al día siguiente, con luz natural, estudiaría mejor lo ocurrido.
En
vano traté de dormir. El dolor me impidió consolidar el sueño. Opté por
levantarme, y mantenerme sentado. Pretendía amortiguar un poco las puntadas en
la cabeza utilizando tal posición. Es de
suponer que logré mi cometido, pues al despertar las luces del amanecer me
saludaron, y tres cabezotas apoyadas sobre el borde de la cama esperaban el
primer movimiento mio, para dar comienzo a un nuevo día.
Me
levanté, decidí darme un buen baño. El agua fresca del riachuelo me ocasionó un
escalofrio. Ya de vuelta a la cabaña revisé detenidamente la herida. Era un
nada agradable tajo de unos seis-siete centímetros que comenzaba justo encima
de la ceja. Dos o tres puntitos aun no habían cicatrizado, alrededor de ellos
una costrita amarillenta. Con seguridad: infección. Era muy lógico y además muy
serio, teniendo en cuenta los escasos recursos a mi disposición para el
tratamiento de estos problemas. Me conformé con un poco de pomada para
quemaduras, así lo creí, que unté sobre una franja de sábana vieja, pero
limpia. La convertí en turbante alrededor de la cabeza. Rogé que unos días serían
suficientes para la curación.
Repartí
la comida a los pichichos, desesperados como siempre, y me dediqué a preparar
el desayuno, pues sentí que desde hace tiempo no probaba bocado.
El
resto de aquella mañana, la dediqué a revisar el flamante dique. Mientras en
ello estaba, el cielo empezó a ennegrecer, aparecieron unas decenas de
apresuradas nubes, conseguridad provedoras del preciado líquido. A los pocos
minutos decidieron arrojar su contenido.
capítulo
quinto
Entramos
todos a la cabaña. LLovió todo del día. Recién a la mañana siguiente nos
atrevimos y salimos a tomar un poco de aire puro. Como primera medida me dirigí
a inspeccionar mi construcción. No salí del asombro: el agua corría encauzada y
ni siquiera una gota consiguió filtrarse. Decimos salir a caminar por las
cercanias, preferí no alejarnos pues al revisar la herida, aquella mañana, no
obstante no goteaba, la venda apareció impregnada de sangre. No quise correr
riesgos.
Empezamos
nuestra marcha, caminamos un rato hasta que escuchamos una alarido. Y otro más
cerca, y otro... Enfilamos hacia el lugar de donde provenian los aullidos. De
improviso, silencio. No supimos para que lado avanzar. La damita Cleopatra se
introdujo en unos matorrales y a los pocos instantes reapareció indicandome
seguirla. A escasos metros nos indicó un pequeño pozo, producto seguro de la
copiosa lluvia del día anterior.
En
el fondo alcanzamos a distinguir a un cervatillo, con todas sus fuerzas
intentaba alcanzar el borde, era muy resbaladizo y chillaba desesperado.
Acercandome
y con ayuda de la soga que siempre llevaba en mis caminatas, formé un lazo con
el cual trate de enganchar algunas de las patas del pobrecito. Estaba ocupado
en ello, los ladridos de los perros
interrumpieron mi ocupación. No era para menos: de entre la vegetación apareció
nuestro amigo, el ciervo jefe. La preocupación y el apuro se reflejaban sin
duda en sus fauces llenas de espuma. Yo sin moverme, los míos hicieron lo
propio, sin necesitar ninguna órden. El susodicho se plantó ante el pozo, hechó
un vistazo e inclinandose trató de introducir sus cuernos para que sirvan de
apoyo al caído. Varias veces lo intentó, fue en vano. Comenzó a pronunciar una
serie de gritos que se escucharían a cientos de metros a la redonda. Deduje que
eran pedidos de ayuda a sus compinches
que deambulaban por la zona. Rápidamente cambio de idea, acto no común
en esta raza, cambiando por aullidos de dolor y queja.
Mostré
una completa indiferencia ante su presencia, continué en lo que fuí
interrumpido.
Luego
de no pocos intentos, cumplí mi cometido y elevé al pequeño a la superficie.
Desenganché el lazo y salió corriendo hacia el bosque. El padre me miró a los
ojos, rascó unas veces el suelo con las patas delanteras...inclinó y elevó la
cabeza otras tantas, y desapareció. Mechón, como dudando, lo siguió unos
metros, volviendo al grupo rapidamente.
Todos
juntos, como siempre, regresamos a la cabaña. Nuevamente comenzaba a llover.
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Registrado: Safecreative N° 1007216885130
Amigo Beto, estoy leyendo tu magistral relato, seguiré asta terminarlo porque me encanta.
ResponderBorrarUn abrazo, Pastora.
Contento que así sea, Pastora.
ResponderBorrarUn gustazo verte por aquí, en mi rincón.
Abrazotes, amigaza.
B.B.
Excelente....un abrazo
ResponderBorrarMy querida Angelita, me alegra recibir tu visita, y por supuesto saber que fue de tu agrado el cuento.
ResponderBorrarJibukim
B.B.